El Discurso de la Ideología

 

Una ideología no es una solamente una idea brillante que abre las puertas a la comprensión universal de los avatares humanos y divinos, -como, por ejemplo, la idea de Platón-, sino un juego estructurado y completo de brillantes ideas adecuadamente ensambladas que, inteligentemente utilizadas, ofrecen multitud de opciones y para encontrar respuestas coherentes, casi siempre irrefutables, respecto a cualquier cuestión cotidiana o trascendente que reclame nuestra atención o requiera solución pronta y satisfactoria.   

Es indudablemente grato encontrar para sí mismo y tener a disposición en todo momento una ideología bien elaborada, razonable, consistente, buena y mucho mejor si, además, se ajusta al sentido de lo estético, como la exige la pulcritud intelectual. Es dulce abrazarla y seguirla amorosamente hasta el final de los días. Defenderla con valor si es atacada. Demostrar su virtud y bondad si alguna duda incita. Entregarse a ella sin hesitaciones o reparos. Amarla con inquebrantable fidelidad. Y atarse a ella sin vacilaciones o miedo a la mortalidad.

Una ideología es el ideal que perseguimos incesantemente sin que interese la consumación; un sueño que con insistencia esperamos se torne mundanal realidad; un propósito que justifica el esfuerzo que impone el día a día; una razón que muestra el orden que requiere el discurrir equilibrado. Una ideología nos permite sujetar la imaginación que en su galope desborda; señalar un cauce a la fantasía que la noche enciende y el día clarifica; señalar un sentido al caótico devenir de los acontecimientos; un orden intelectual para el discurrir del pensamiento, el raciocinio, el juicio y la acción.

Entonces íntimamente satisfactorio es saber que en la ideología que profesamos -religiosa, política, científica, filosófica- se encuentra esa inconmovible verdad que necesitamos para vivir en paz e ilumina y señala firmemente la ruta correcta a nuestros claros pensamientos y acertadas decisiones. Encontrar en los primeros principios en que ella se sustenta y en los conceptos fundamentales que desarrolla, acertada respuesta a toda duda. Cabal explicación a todo problema, cualquiera sea su rango:  universal, general, particular o singular; ya sea nuestro o ajeno.

Y Sumamente alentador encontrar que las creencias que profesamos y los principios que nos guían son profesados y sirven de guía también a otras personas que nos brindan su aprobación y apoyo explícito, o el apoyo implícito del aquiescente silencio y comprender que no estamos entonces solos, sino que pertenecemos a un conjunto, grupo, colectividad o comunidad de seres humanos creyentes, valerosos, sapientes o ponderados que nos acompañan en el curso de la azarosa existencia, y nos permiten así reconocernos en el claro espejo de la fraternidad.

En el orden práctico, es muy útil tener un conjunto de normas y reglas certificadas por el uso, la costumbre o la autoridad -religiosa, política o académica- que señalen qué decidir y qué hacer en cada momento en orden y concordancia con las creencias, conceptos y proyectos que orientan nuestros pensamientos, sentimientos y emociones que, en ultima instancia, determinan la bondad y justeza de los actos ejecutados, de los hechos alcanzados o resultados obtenidos como consecuencia de nuestras decisiones y sirven para contrastar y justificar las creencias en que se fundan. 

Una ideología, cualquiera que ella sea, esta acompañada siempre de la certeza que se requiere para buscar, perseguir y encontrar las verdades que ella cobija; una certeza, cualquiera sea, no necesita demostración, es siempre el supuesto anterior al ejercicio lógico; abrazar la ideología que en ella se sustenta, es un amoroso acto de fe que conduce a una determinación de voluntad perdurable. Es entonces la piedra de toque inconmovible en el proceloso mar que aventuramos en el cotidiano discurrir de nuestra efímera existencia. 

El encuentro con nuestra ideología se produce en el momento en que nos alcanza la iluminación divina, filosófica, teórica, científica, académica, partidaria, patriótica. Una vez que la adoptamos o nos adopta o la encontramos o nos encuentra ya sea por el uso, la costumbre, la tradición, la autoridad o por nuestro rebelde y razonado esfuerzo, la inquieta y agobiante duda que paraliza, se apacigua y toda inquisición ajena a nuestra ideología se torna vana, vacía, inútil, deleznable. Liberados de esos obstáculos fluyen entonces en un discurrir claro y armonioso pensamiento, sentimiento y voluntad que, correctamente encaminados, guían la acción.

Una virtud adicional -en la cual tal vez se encuentre  la razón de nuestro apasionado amor por la ideología que nos cobija- está en que la inconmovible certeza que nos brindan las creencias que firmemente profesamos, torna inútil el ocioso examen de las creencias ajenas, necesariamente vanas, absurdas, vacías, desdeñables o punibles, y el de los conceptos, procederes, usos y costumbres de quienes las profesan que, entendemos, forman parte del grupo de los ateos, infieles, ignorantes, bárbaros, pervertidos o simplemente tontos, necesariamente equivocados.  

Además, las ideologías muestran ante nuestros ojos los altos galardones alcanzados por sus más eximios adeptos. Vemos que la ideología religiosa conduce a la santidad pues proviene de iluminación divina, como lo atestiguan San Agustín de Hipona y San Francisco de Asís; la ideología filosófica conduce a la sabiduría, basta recordar a Sócrates; la ideología científica promueve sabios; la patriótica héroes; la política, genera luchadores y líderes. Y cuando no es así, alienta la escuela entre los adeptos comunes; y surgen entonces devotos, filósofos, científicos, militantes, partidarios, patriotas.

Es claro que no todo es armonía, tranquilidad y concordia; cabe el cuestionamiento de los dogmas que celosamente conserva la ortodoxia; cabe la rebeldía que alimenta la heterodoxia que urge  a la renovación en orden a los sucesivos cambios en la experiencia individual o colectiva, lo cual redunda indudablemente en su perfeccionamiento gracias al afinamiento de los conceptos que le otorgan mayor consistencia, proporcionando, por otra parte, seguridad intelectual, afectiva y moral que fortaleciendo nuestra  voluntad presta aliento a la renovada acción.

La confrontación ideológica -que cabe respecto a las ideologías opuestas- conduce al esclarecimiento de nuestras creencias y conceptos en la medida que permite reconocer las inconsistencias, errores o defectos de las tesis en que se sostiene la ideología que profesamos, por una parte, y por la otra, permite identificar las inconsistencias, errores o defectos de la ideología que recusamos. Ese proceso conduce entonces a dar más claridad que redunda en la reafirmación de las propias creencias o en algún caso a su rectificación, modificación o reestructuración.

El conocimiento de las creencias, conceptos y tesis que sirven de sustento a las ideologías contrarias permiten encontrar explicación a los proyectos promovidos, a las acciones ejecutadas o hechos realizados por sus adeptos en orden a esas creencias, conceptos o tesis. Este conocimiento es útil al momento de examinar el estado de cosas cuyo cambio modificación interesa llevar adelante o conservar. Podremos entonces prevenirnos ante el peligro que encierran, combatirlas denodadamente o eliminarlas a ellas y a sus adeptos solo si es necesario desde luego.  

Las ideologías acusan siempre la falta de acuerdo universal respecto a las creencias en torno a las cuales se desarrollan, pues si hubiere tal acuerdo -si todos fuéremos creyentes, patriotas, izquierdistas, etc-,  no sería necesaria ninguna elaboración teórica o sustentación de la práctica, pues formarían parte de los usos y costumbres admitidos y aceptados también universalmente. Lo que es aceptado por todos no necesita examen, justificación o fundamentación racional. Niega el acuerdo universal el loco o el desadaptado. El disidente se opone al acuerdo general sostiene lo contrario.    

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Sé muy bien que la relación que antecede es solamente un avaro y deshilvanado recuento de la infinitud promotora de las ideologías. Seguramente están toscamente arrumadas en una estrecha, indebida y sesgada clasificación tributaria de alguna ideología, y no otra cosa puede decirse de la escasa referencia a los bienes que proporcionan, a las virtudes que promueven, a las satisfacciones que brindan y en fin al orden espiritual, intelectual, moral, volitivo, cívico al cual, gracias a ellas, se ajustan al unísono las acciones de los hombres. 


Resulta por eso sumamente doloroso saber que el apogeo de las ideologías que tanto amamos está llegando a su fin; es doloroso saber que agonizan; que la globalización de las comunicaciones, la vulgarización del texto y la multiplicación de las imágenes, han firmado su sentencia de muerte, no porque las odie sino porque en el torbellino acoge y ama a todas por igual y ninguna es mejor que la otra, lo cual torna a todas vanas, vulgares, opacas, corrientes, restándoles el vigor que enciende el entusiasmo y la consistencia que otorga seguridad.  

Acongoja la divinidad, multiplicada por infinidad de religiones que prometen diversidad de caminos para alcanzar la vida ultramundana; el bien, reducido a economía monetaria de la cual depende el bienestar universal; la justicia, aprisionada en los parámetros de la norma que declara la también universal vigencia y validez de sus prescripciones, principios y valores; la verdad, condenada a la misión servil de auxiliar de la lógica formal; la belleza atrapada en la estética del mercado y la crítica mercantil; espanta el pueblerino ciudadano del mundo. 

Es comprensible que muchas personas -atrapadas en las dulzuras del pasado y su sencilla seguridad-, nos neguemos a reconocer el ineluctable declive de las ideologías mundanas; nos lastima saber que fueron solamente efímeros sustitutos de la ideología religiosa, reina absoluta en los tiempos de Dante. Saber que mucho tiempo antes de que Nietszche declarase la muerte de Dios, había llegado el fin del apogeo de la ideología religiosa, y que ya habían cobrado vida terrible, furiosa, destructiva, las ideologías filosóficas, científicas, jurídicas, sociales, históricas aun en boga.   

Sin embargo, debemos pensar que, a despecho de la congoja que nos embarga por lo incierto que desnudos debemos enfrentar, hay motivos para celebrar alegremente y aun para bailar sobre el cadáver de las ideologías.  Porque: ¿Hay acaso algo más destructivo que el patriotismo?, ¿Hay acaso algo menos razonable que la verdad?, ¿Algo más falso que la historia?, ¿Algo más autoritario que la religión?, ¿Algo más absurdo que el progreso?, ¿algo más peligroso que la evolución? ¿Algo más pretensioso que la filosofía? ¿Algo menos cierto que la Ciencia?, ¿Algo más violento que el Derecho?, ¿Algo mas desdeñable que la tecnología del día anterior? 

¿Alguien podría negar que el homicida Siglo XX y cada una de las catástrofes humanas que fueron y siguen siendo la noticia del día a día, se alimentaron y encontraron aliento en algunas o en todas esas ideologías? No es que haya que negar el amor a lo propio, que es el único amor que existe, sino que no hay que alimentar el odio a lo ajeno que es en lo que el patriotismo consiste; no es necesario abandonar las propias creencias o dejar de elaborar los conceptos correlativos a ellas que nos brinden una imagen más o menos ordenada y coherente de aquello que percibimos y nos envuelve para admitir que las creencias y conceptos de los otros son tan razonables, justificables como las nuestros y que no están necesariamente equivocados.  

No es fácil desprenderse de las ideologías, cualquiera que ella sea, porque sin ellas, sin el amparo que brindan, sin la seguridad que proporcionan, sin la guía que señala el camino, habremos de hacernos responsables de nosotros mismos ante nosotros mismos. Seremos entonces Juez y testigo, víctima y victimario, acusado y acusador, y sin alegatos, suplicas o apelaciones hemos de pronunciar la sentencia de primera, última y definitiva instancia portadora de la absolución o la condena.   

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