PLATON.
CARTA VII.
(fragmento)
Hay
en todos los seres tres elementos necesarios para que se produzca el
conocimiento; el cuarto es el conocimiento mismo, y hay que colocar en quinto
lugar el objeto en sí, cognoscible y real. El primer elemento es el nombre, el
segundo es la definición, el tercero, la imagen, el cuarto, el conocimiento.
Pongamos un ejemplo aplicado a un objeto determinado para comprender la idea y
extendámoslo a todos los demás. Hay algo llamado «círculo», cuyo nombre es el
mismo que acabo de pronunciar. En segundo lugar viene la definición, compuesta
de nombres y predicados: «aquello cuyos extremos distan por todas partes por
igual del centro» sería la definición de lo que se llama «redondo»,
«circunferencia», «círculo». En tercer lugar, la imagen que se dibuja y se borra,
se torna en círculo y se destruye, pero ninguna de estas cosas le ocurre al
círculo mismo al que se refieren todas las representaciones, pues es distinto a
todas ellas. Lo cuarto es el conocimiento, la inteligencia, la opinión
verdadera relativa a estos objetos: todo ello debe considerarse como una sola
cosa, que no está ni en las voces ni en las figuras de los cuerpos, sino en las
almas, por lo que es evidente que es algo distinto tanto en la naturaleza del
círculo en sí como de los tres elementos anteriormente citados. De estos
elementos es la inteligencia la que está más cerca del quinto por afinidad y
semejanza; los otros se alejan más de él. Las mismas diferencias, podrían
establecerse respecto a las figuras rectas o circulares, así como a los colores,
a lo bueno, lo bello y lo justo, a todo cuerpo, tanto si está fabricado
artificialmente como si es natural, al fuego, al agua y a todas las cosas
parecidas, a toda clase de seres vivos, a los caracteres del alma, a toda clase
de acciones y pasiones. Porque si en todas estas cosas no se llegan a captar de
alguna manera los cuatro elementos, nunca se podrá conseguir una participación
perfecta del quinto. Además, estos elementos intentan expresar tanto la
cualidad de cada cosa como su esencia por un medio tan débil como las palabras;
por ello, ninguna persona sensata se arriesgará a confiar sus pensamientos en
tal medio, sobre todo para que quede fijado, como ocurre con los caracteres
escritos. Éste es también un punto que hay que entender. Cada círculo concreto
de los dibujados o trazados en giro está lleno del elemento contrario al
quinto, pues está en contacto por todas sus partes con la línea recta. En
cambio, el círculo en sí, afirmamos que no contiene ni poco ni mucho de la
naturaleza contraria a la suya. Afirmamos también que el nombre de los objetos
no tiene para ninguno de ellos ninguna fijeza, y nada impide que las cosas
ahora llamadas redondas se llamen rectas, y las rectas, redondas, ni tendrán un
valor menos significativo para los que las cambian y las llaman con nombres
contrarios. Lo mismo puede decirse de la definición, puesto que está compuesta
de nombres y predicados: no hay en ella nada que sea suficientemente firme. Hay
mil argumentos para demostrar la oscuridad de estos cuatro elementos, pero el
más importante es el que dimos un poco antes: que de los dos principios
existentes, el ser y la cualidad, el alma busca conocer no la cualidad, sino el
ser, pero cada uno de los cuatro elementos le presenta con razonamientos o con
hechos lo que ella no busca, ofreciéndole una expresión y manifestación de ello
que siempre son fácilmente refutables por los sentidos, lo cual, por así
decirlo, coloca a cualquier hombre totalmente en situación de inseguridad e
incertidumbre. Ahora bien, en aquellos casos en que por culpa de nuestra mala
educación no estamos acostumbrados a investigar la verdad y nos basta la
primera imagen que se nos presenta, no haremos el ridículo mutuamente porque
podremos preguntar y responder, con capacidad de analizar y censurar los cuatro
elementos. Pero cuando nos vemos obligados a contestar y definir claramente el
quinto elemento, cualquier persona capacitada para refutarnos nos aventaja si
lo desea, y consigue que el que está dando explicaciones, sea con palabras o
por escrito o por medio de respuestas, dé la impresión a la mayoría de los
oyentes de que no sabe nada delo que intenta decir por escrito o de palabra; a
veces no se dan cuenta de que no es lamente del escritor o del que habla lo que
se refuta, sino la naturaleza de cada uno de los cuatro elementos del
conocimiento, que es defectuosa por naturaleza. Sin embargo, a fuerza de
manejarlos todos, subiendo y bajando del uno al otro, a base de un gran
esfuerzo se consigue crear el conocimiento cuando tanto el objeto como el espíritu
están bien constituidos. Pero si por el contrario, las disposiciones son malas
por naturaleza, y, en su mayoría, tal es el estado natural del alma, tanto
frente al conocimiento como a lo que se llama costumbres, si falla todo esto,
ni el mismísimo Linceo podría hacer ver a estas personas con claridad. En una
palabra, a la persona que no tiene ninguna afinidad con esta cuestión, ni la
facilidad para aprender ni la memoria podrían proporcionársela, pues en
principio no se da en naturalezas ajenas a dicha materia. De modo que cuantos
no sean aptos por naturaleza y no armonicen con la justicia y las demás
virtudes, por muy bien dotados que estén en otros aspectos para aprender y
recordar, así como quienes, teniendo afinidad espiritual, carezcan de capacidad
intelectual y de memoria, ninguno de ellos conocerá jamás la verdad sobre la
virtud y el vicio en la medida en que es posible conocerla. Es necesario, en
efecto, aprender ambas cosas a la vez, la verdad y lo falso del ser entero, a
costa de mucho trabajo y mucho tiempo, como dije al principio. Y cuando después
de muchos esfuerzos se han hecho poner en relación unos con otros cada uno de
los distintos elementos, nombres y definiciones, percepciones de la vista y de
los demás sentidos, cuando son sometidos a críticas benévolas, en las que no
hay mala intención al hacer preguntas ni respuestas, surge de repente la
intelección y comprensión de cada objeto con toda la intensidad de que es capaz
la fuerza humana. Precisamente por ello cualquier persona seria se guardará muy
mucho de confiar por escrito cuestiones serias, exponiéndolas a la malevolencia
y a la ignorancia de la gente. De ello hay que sacar una simple conclusión: que
cuando se ve una composición escrita de alguien, ya se trate de un legislador
sobre leyes, ya sea de cualquier otro tema, el autor no ha considerado estas
cuestiones como muy serias, ni él mismo es efectivamente serio, sino que
permanecen encerradas en la parte más preciosa de su ser. Mientras que si él
hubiera confiado a caracteres escritos estas reflexiones como algo de gran importancia,
«entonces seguramente es que, no los dioses, sino los hombres, le han hecho
perder la razón»
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